domingo, 18 de octubre de 2015

LA VICTORIA POR DENTRO

La Cárcel de La Victoria horas antes del motín

En el penal los presos confrontan a diario la terrible realidad del confinamiento. Pero no es lo peor cuando la naturaleza humana es expuesta, como aquí, a la más cruda prueba de sobrevivencia.

Javier Valdivia
Santo Domingo
Un golpe seco sobre una pared. Mil voces unidas en un único y constante murmullo. El silbido opaco y lejano de un aparato que condensa el vapor pasan inadvertidos como la claridad de la mañana que se cuela por el borde amurallado y monótono de la inmensa estructura amarilla.
Desde el lugar donde está, a sus espaldas, nada deja entrever lo que aloja esta antigua y temible fortaleza. A su izquierda, un centenar de antenas parece un jardín de alambres inertes sobre los techos desnudos. Alrededor, los árboles le dan al lugar un aire engañosamente apacible, ilusoriamente quieto.
Pero es su mirada la que lo revela todo, justo cuando calla. La que hurga en el vacío con esa pena fatal e insondable, la que refleja angustias ocultas y ausencias entrecortadas. La que por fin deja al descubierto su gran anhelo de libertad todavía remota y esquiva.
En la cárcel de La Victoria, Roberto Jiménez, condenado por homicidio a 20 años, paga por esa culpa este encierro que pone a prueba lo más profundo del ser humano. Y que lo enfrenta cada día a distintas realidades: la que uno cree y la que es; la que muchos esperan y la que pervive; la que algunos prefieren dejar como está y los que tratan de cambiarla.

“Lo que me motiva es mi deseo de colaborar”, resume Jiménez, de 45 años, su labor en la cárcel al frente de un proyecto de gestión ambiental que ha permitido, según las propias autoridades del penal, un cambio dramático en la salubridad que beneficia a todos los internos.
Como los talleres de capacitación laboral y los progresos en el área de la salud yel deporte (hay hasta carteleras de boxeo), o el encuentro de algunos con Dios. Esa es una cara de La Victoria. La otra está detrás de un viejo portón que desnuda la miseria que también existe en este penal, con sus contrastes cotidianos.
“Ante una situación anormal se produce un respuesta anormal que finalmente hace que todo parezca normal”, dice Isael Lugo, condenado por drogas, que cita al psiquiatra vienés Viktor Frankl, creador de una corriente sicológica que trata de darle sentido a la existencia humana.
Lugo, ex estudiante salesiano y profesor de informática en el centro penitenciario, dice también que hay un mito demasiado grande alrededor de La Victoria, lo que hace que muchos reos lleguen con demasiadas expectativas.
“La gente tiene la idea de que aquí hay extraterrestres. Cualquiera, por una u otra situación, puede cae preso”, sentencia este hombre de 40 años.
Lo que Lugo llama sicología en otra parte del penal lo llaman sobrevivencia. Cruzando el portón, un patio de unos 200 metros cuadrados ya muestra algo de lo que se repite en cada pabellón, que se ganó su apelativo según las circunstancias: “Alaska”, el más frío por estar cerca de un arroyo y uno de los más codiciados; “Vietnam”, un campo de batalla; “Veteranos”, para los ex militares, por citar algunos.
La Victoria, abierta en 1952 con capacidad para no más de mil personas, se extiende a lo largo de unos dos kilómetros cuadrados bordeados por cercas y después de árboles. Los pabellones tienen forma octogonal y las celdas son de distintos tamaños, capaces de albergar desde doscientas personas hasta a una sola.
Los pabellones, hacinados la mayoría, por supuesto también distinguen las clases sociales. Detrás del portón principal, hombres de todas las edades, con los pechos descubiertos, caminan sin convicción, vigilados apenas por unos cuantos guardianes. En los extremos del patio, muchos otros están simplemente sentados.
En otra área del penal, casi la misma escena. En el pecho de uno de los reclusos, los nombres “Marisneily” y “Ramona”, hija y madre, caen paralelos flanqueando un diamante en el pecho tuberculoso de Pedro Pablo Rodríguez, de 33 años, que también es padre de Jesús y Micauly.
Rodríguez, que pasa sus días en el pabellón destinado a los enfermos de tuberculosis o potenciales portadores del mal, dice que está preso porque la DNCD le “puso” un libra de marihuana, pero también se queja de que ya cumplió su condena.
((Realidad
“Aquí hay una situación que se llama subsistencia”, advierte el director de Prisiones, general Tomás Holguín La Paz, quien sin ningún tapujo señala que la condición económica de un interno le permite estar en el lugar que mejor le convenga.

“Entre negocios de presos no nos metemos”, dice el funcionario.
Los “sitios” se venden en la cárcel para asegurar el “espacio vital”, igual que los negocios y todo lo que pueda tener precio. Dentro de la cárcel hay colmados, puestos de comida, barberías y compra-ventas que sostienen la economía de la ciudadela y hasta lo que está fuera de ella. Incluso el arte.
“Estoy progresando aquí”, confía Francisco Javier Saliche, condenado a 20 años por homicidio de los cuales recién cumplió nueve. Al principio lo negó, pero después admitió que mató a un hombre en Los Alcarrizos porque su familia, dice, lo agredió primero.
Pero eso no lo amilana. Entregado al surrealismo y gran admirador de Van Gogh, Saliche, de 38 años, es un hombre arrepentido que se gana la vida pintando cuadros y aprendiendo la técnica que un maestro de la Vocacional de las Fuerzas Armadas le enseña en un taller ubicado en el ala derecha del recinto.
“Como La Victoria no hay prisión”, afirma casi con orgullo Domingo de la Cruz, que prepara un libro sobre el tema y que conoce cada detalle de la cárcel. “Niño”, como le dicen, cumple un papel fundamental al servir de enlace entre los reclusos y las autoridades. Y jura que las cosas han cambiado.
De la Cruz sabe por ejemplo que en el segundo piso vivían las monjas que hace años administraban la prisión, o que siete barrios de la capital se disputaban el penal. Que algunas tormentas como George o Noel arrasaron el lugar, y que el temible Francisco Jacinto de los Santos, el célebre “Danny 45”, que murió acuchillado en los noventas, fue el primero que se atrevió a ir de “Vietnam” a “Alaska” por encima de la autoridad y rompiendo hasta paredes de concreto.
Y que el principal problema de La Victoria en estos momentos es la proliferación de “gilletes” que son usadas como armas blancas entre los presos.
“Yo vivo alto”, remata De la Cruz, de 62 años, para dejar bien sentada su posición con respecto al centenar de “representantes” de celdas que hay en la prisión, de la autoridad que impone a los revoltosos y de las pocas ganas que tiene de dejar el lugar, sobre todo por las cosas “penosas” que suceden en el barrio donde alguna vez vivió antes de ser condenado por violación, la “pena que se impuso a sí mismo”.
De la seguridad se encarga el coronel Marino Carrasco, de 46 años y licenciado en derecho, y los 245 policías que tiene bajo su mando desde hace apenas dos meses para una población de ocho mil internos.
“Nos la bandeamos porque no hay más”, comenta el oficial, adusto, mientras observa cada movimiento que se produce en el patio principal, seguro de que el preso obedece a la autoridad y de que el derecho de uno comienza donde termina el de otro.
O el respeto que un interno, Miguel Minaya, de 34 años, dice haberse ganado porque trata de la  misma manera a los demás reos.
“Aquí las reglas están escritas; cada celda tiene la suya”, apunta con certeza este hombre condenado por violación, un crimen que dice que no cometió, y que pronto terminará de pagar cuando consiga la libertad condicional que casi le corresponde.  
Minaya, que está a cargo del área de salud, pertenece, como muchos, a un movimiento ecuménico, es médico veterinario y mercadólogo y ha hecho todos los cursos habidos y por haber, 52 en total, desde que llegó a La Victoria.
Y ha aprendido en el tiempo que lleva en prisión que lo esencial que hay que saber para sobrevivir parte de una sentencia suya  sencillamente memorable: “Cuando aceptas que estás aquí, por fin empiezas a ser libre”.
ORÍGENES TENEBROSOS Y ESCENARIO SANGRIENTO
La cárcel de La Victoria fue fundada en 1952 bajo el gobierno del general Héctor Bienvenido Trujillo, hermano del dictador Rafael L. Trujillo, con capacidad para 900 reclusos. El penal fue remodelado en 1998, cuando fue preparado para albergar a 2,011 reos. Durante la Era de Trujillo y en los llamados Doce Años del gobierno de Joaquín Balaguer, la penitenciaría fue utilizada como centro de torturas y de encierro para opositores políticos. En sus más de seis décadas ha mantenido récords de sobrepoblación y violencia. Sus paredes han sido testigas de sangrientos motines y su existencia ha sido tema y escenario para la filmación de documentales y películas.

A la cárcel, que fue construida tomando en cuenta un tipo de arquitectura tradicional, la dictadura le tenía reservado otros fines: el confinamiento de presos políticos, a donde fueron a parar, casi desde su fundación, miles de presos enemigos del régimen, que fueron sometidos aquí a las más crueles torturas. La Victoria también ha sido escenario de los más grandes motines de los que tiene memoria el país, y de violentos enfrentamientos y conflictos que han dejado a lo largo de los años algún centenar de muertos. Como el último ocurrido el pasado viernes

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